Hoy tomarán protesta los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los primeros en llegar al cargo mediante voto popular tras la reforma judicial. Su arranque está rodeado de una serie de ceremonias: la sesión solemne en el pleno de la Corte, el aval del Congreso y una purificación del recinto judicial con pueblos indígenas.
Estos encuentros van más allá de la solemnidad institucional de una ceremonia cívica. Los ministros y otros actores políticos cercanos al régimen han promovido con un fervor inusual el conocimiento público de estas ceremonias y han sumado una que no marca el protocolo institucional, la de la purificación de la sede de la Suprema Corte. Este revuelo político y mediático parece mostrar una búsqueda de legitimidad.
El método de selección de los ministros, magistrados y jueces despertó importantes preocupaciones, pues la elección popular puede someter a los juzgadores a los deseos de las mayorías y no al respeto a los derechos humanos. La elección popular también facilita que estos cargos sean cooptados por las fuerzas políticas y que se vuelvan parte de la lógica de la lucha por el poder. Además, la votación popular fue cuestionada por su baja participación y la falta de información ciudadana.
En un escenario como éste, es entendible la obsesión con la búsqueda de legitimidad. La presencia de comunidades indígenas pretende detentar una importante carga simbólica, pues se las presenta como depositarias de la esencia de lo mexicano. Bajo esta lógica, si un grupo de representantes de pueblos originarios da su aval al nuevo Poder Judicial, entonces el respaldo popular estaría garantizado.
A ello se suma la presencia de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien no asistió a la última sesión del pleno anterior. Su aparición hoy subraya el contraste entre lo viejo y lo nuevo, y manda un mensaje político: este Poder Judicial arranca con el respaldo del Ejecutivo.
Si los nuevos ministros tuvieran legitimidad indiscutible, ¿haría falta rodear su inicio de tantos rituales?