El encuentro entre Italia e Israel, celebrado en Udine por las eliminatorias rumbo al Mundial, se disputó en un ambiente más propio de un operativo militar que de una fiesta deportiva. Mientras miles de manifestantes pro-Palestina tomaban las calles para exigir el fin de la ocupación y denunciar la violencia en Gaza, las autoridades italianas desplegaron un impresionante dispositivo de seguridad: francotiradores en los techos del estadio y del hotel israelí, retenes policiales, detectores de metales, drones y barricadas.
Dentro del estadio, el clima era tenso. Aunque no se registraron incidentes durante los noventa minutos, la sensación de riesgo flotaba en el aire. El himno israelí fue abucheado, los accesos se controlaron con rigidez y las miradas se dirigían con inquietud hacia lo alto, donde la seguridad apuntaba sus armas.
Italia ganó 3-0 con dos goles de Mateo Retegui y uno de Gianluca Mancini, pero el marcador fue lo menos importante. La pregunta que quedó suspendida es si un evento deportivo debe realizarse bajo semejantes condiciones. Cuando un estadio necesita francotiradores para garantizar la paz, algo se ha roto en la esencia del deporte.
Jugar bajo la sombra del miedo convierte la pasión en sospecha. Si el riesgo era tan alto, posponer el encuentro o trasladarlo a una sede neutral habría sido una decisión más sensata. El futbol debería unir, no recordarnos la fragilidad de la seguridad en tiempos de conflicto. La pelota, más que nunca, merece rodar sin temor.